Justo la semana pasada después de un evento en el Palacio de Gobierno de la hermosa ciudad de Oaxaca, me convocaron para una reunión en el restaurante Las Quince Letras (cuéntenlas...) a las "dos" de la tarde. Inmediatamente después de oír la convocatoria, la cual se me había hecho verbalmente, me vi forzado a preguntar si la reunión era a las "dos" (14:00) o "doce" (12:00). La respuesta a mi pregunta fue: "Dos. Cero, dos, cero, cero...Dos". Eran las 11:30, por lo que ambos horarios eran perfectamente viables...
En ese instante recordé que no había sido la primera vez en la que me había sido imposible diferenciar entre los dos numerales (dos vs. doce) y a la vez caí en la sospecha de que no era al único que le pasaba. Seguro era un problema generalizado, por lo menos en Hispanoamérica. En el castellano que se emplea en América Latina los dos vocablos en conversación casual suenan casi idénticos: "dos" se pronuncia [dos] y "doce" ['dose]. La "E" al final de "doce" que debería dejar claro a cuál de los dos números se refiere simplemente no es lo suficientemente fuerte, contundente para hacer bien su trabajo. Quizá si "doce" fuera "doza", "dozo" o "dozu" tendríamos mejor suerte. ¡Ay de nos!
En el Viejo Continente, la mayoría de los hispanohablantes no tiene el mismo problema, ya que en la pronunciación ibérica generalizada del castellano se diferencian claramente los fonemas que producen la letra "S" y la letra "C" en su calidad 'suave' al preceder la "I" o la "E", como en el caso de "doce", de tal manera que "dos" se pronuncia igualmente [dos], mientras que "doce" se distingue claramente al pronunciarse ['doθe] (como diríamos, en este caso los españoles se pisan la lengua). Los fonemas [s] y [θ] son tan distintos que no cabe duda, después de pronunciar 12:00 ó 2:00, a cual de los dos horarios se refiere.
Personalmente, yo doy gracias a Dios todos los días por el hecho de que el español que aprendí y sigo aprendiendo no incluye el infame fonema lengüipisado [θ]. De hecho, si tuviera que escoger entre la confusión que se genera entre los dos horarios y cambiar mi pronunciación a la española de Castilla (¡tío!) invariablemente elegiría residir permanentemente en la confusión. Lo que sí me sorprende es que apesar de haber pasado más de quinientos años de haberse instalado nuestra hermosa lengua en tierras americanas, no hemos encontrado la voluntad, el deseo (o quizá la necesidad) de modificar nuestra pronunciación del número 12 para evitar la confusión. Y más impresionante aun es que este proceso no haya ocurrido de manera natural y orgánica, sin que nadie lo coordinara o forzara...como un simple proceso más de evolución lingüística.
Sin duda, en esos cinco siglos pudimos haber hecho muchas cosas para remediar la situación y aclarar definitivamente quién es el 2 y quién es el 12. Lo más obvio quizá habría sido cambiar nuestra pronunciación de la palabra "doce". Pero es muy posible que mis antepasados y los tuyos (si es que también eres latinoamericano) eran igual de renuentes que yo a cambiar deliberadamente cómo pronunciaban sus palabras. Más probable aun es que ellos, al igual que nosotros, no estuvieran siquiera conscientes de cómo es que pronunciaban sus propias palabras. Un hecho curioso de la lingüística humana es que nosotros rara vez nos damos cuenta de cómo es que nosotros mismos pronunciamos las palabras que expresamos. Casi todas nuestras vidas nos rodeamos de personas que hablan como nosotros -de hecho, por eso hablamos como hablamos- y esa homogeneidad lingüística, que nos depriva de la inmensa variedad de idiomas, dialectos, sonidos y fonemas que constituyen todas las formas de expresión verbal humana, nos aturde y nos deja sordos ante los propios sonidos que salen de nuestros labios. Cuando por fin llega (si es que llega) el momento en que nos damos cuenta de cómo suenan los sonidos que hacemos cuando hablamos es casi invariablemente cuando nos topamos con personas que hablan nuestro mismo idioma pero lo pronuncian diferente. Ese contraste al que nos enfrentamos al observar nuestras familiares palabras detalladas y sazonadas con distintos colores y sabores a los nuestros nos permite, por fin, descubrir y definir cómo nosotros mismos hablamos lo que hablamos. Y claro está que si no estamos conscientes de nuestra pronunciación es poco probable que logremos cambiarla o siquiera lleguemos a hacer el intento. Incluso cuando llegamos a estar conscientes de nuestra pronunciación (siempre en contraste a aquélla de los otros) a menudo nuestro instinto de preservación conspira con nuestro ego para asegurar la conservación de lo nuestro, sobre todo si pensamos que lo nuestro es superior. Por ello quizá sea raro ver que un venezolano costeño de la noche a la mañana deje de hablar como venezolano y comience a pronunciar minuciosamente todas las eses al final de las palabras plurales como haría un mexicano o un colombiano de montaña ("las costas": [las 'kostas], en vez de [lah 'kohtah], por ejemplo). O, raro también sería que un peruano o boliviano de un día para otro comenzara a pronunciar "gallo" como un mexicano norteño (['gajo]) o como un tico (['gaʝo]), en vez de ['gaλo], como buen héroe andino lleísta. Evidentemente la pronunciación de los fonemas en los idiomas sí cambia eventualmente, si no no hablarían distintos los españoles de los chilenos o de los ecuatorianos, pero este proceso tiende a ser paulatino e inconsciente.
Y mientras nuestra lengua sigue cambiando inexorablemente cada día, después de medio milenio, el 2 y el 12 nos siguen confundiendo. Sus nombres nunca cambiaron, ni la manera en que nos referimos a los conceptos numéricos que representan fue modificada, porque quizá nunca surgió una cultura tan adscrita al tiempo y a sus horarios en nuestra civilización latinoamericana que se llegara a convertir en necesidad crítica el desenredar los dos numerales, íntimamente relacionados, de la maraña en que terminaron enredándose en el Nuevo Mundo. Otros cambios sí acontecieron: por ejemplo, mientras que en España "cocer" y "coser" suenan perfectamente distintos, en América Latina son homófonos perfectos. Pero dado que el acto de cocer (y posiblemente también coser) representaba una actividad crítica en la sociedad latinoamericana (al igual que en cualquier otra civilización humana), en América Latina se comenzó a emplear la palabra "cocinar" con mayor frecuencia que cocer, ya que ésta primera no se confunde con coser. De nuevo, la imperativa de comer exigió que se distinguiera entre "cocer" y "coser" y este proceso se llevó a cabo sin que nadie, más que los lingüistas modernos, se percataran.
Hoy en día, si bien nadie va a morir por haber confundido las 12:00 con las 2:00 (aunque no deberíamos descartar la posibilidad...), sí existen muchas ocasiones que nos exigen llegar a algún lugar, participar en algo, evidenciar algo o hacer algo a las 12:00 y no a las 2:00, o vice versa. En la sociedad Latinoamericana moderna sí es clave poder distinguir entre 12:00 y 2:00. Claro está que siempre tenemos la opción de hacer una serie de preguntas para aclarar si se trata de mediodía (o medianoche) o de dos horas después, ¿pero acaso hay alguien a quien no le moleste tener que someterse a la ardua tarea de extraer de la otra persona, igualmente ansiosa de terminar la conversación, la verdadera esencia del horario en que se agendó tal cosa u otra? A mí, personalmente, sí me mortifica. Por ello, considero que de carácter urgente debemos abordar el tema y de una vez por todas debemos establecer un sistema que claramente distinga entre el 2 y el 12 para que nunca jamás en nuestro continente se confunda nadie más respecto a estos dos importantes numerales.
Ya hemos visto que el cambio de pronunciación es algo poco viable, sobre todo cuando se trata de un proceso deliberado. Por ello descarto la posibilidad de cambiar la pronunciación de "dos" o "doce". Por otro lado, aunque podríamos adoptar vocablos de otras lenguas para sustituir al menos uno de esos dos números, ¿quién podrá decirme que podría vivir una vida plena y digna expresando frases como "nos vemos a las tuelf de la tarde"? ¡Más bien creo que nuestros antepasados se retorcerían en sus tumbas al ver lo bajo que han caído sus descendientes! Tampoco considero viable sustituir otra palabra de la lengua castellana por un número: si, por ejemplo, decidiéramos que vamos a usar la palabra "huracán" en vez de "doce", ustedes me dirán si sería conveniente este uso cuando en el Océano Atlántico se observen "huracán huracanes"...Naturalmente, la única opción que tenemos para resolver nuestro problema es mediante la invención de una palabra nueva, única y, de preferencia, que surja de nuestros propios vocablos, de la esencia de lo que somos y que nos sea intuitiva a todos los hispanoamericanos. Por ello, me atrevo a nominar a la palabra "diecidós" como el nuevo sustituto de la palabra "doce". Diecidós tiene todo lo que podríamos esperar del nombre de un número en castellano: es una palabra totalmente única, inconfundible, pronunciable, sus raíces vienen de los mismos números que componen el dígrafo numérico que representa y, de pilón (añadidura), el diecidós es un reflejo del patrón que exhiben los nombres de los números que van del 16 al 19. Por ello, de ahora en adelante jamás diré "doce" sino "diecidós" e invito a todos mis comparlantes (o conhablantes) a hacer lo mismo.
De igual manera, propongo que se establezca la palabra "diecitrés" en vez de "trece", que también se llega a confundir con su hermano menor, "tres", en conversación casual. Las palabras "once", "catorce" y "quince" son suficientemente distintas a los numerales que se obtienen al restarles diez unidades, por lo que no es urgente cambiarles de apellido. No obstante, también deberían ser nombres alternos aceptados para esos tres números el "dieciuno", el "diecicuatro" y el "diecicinco".
Y así, aunque nos duela en el alma tener que partir con números que han significado tanto en nuestras vidas, el momento llegó de decirles adiós a esos nombres anticuados que heredamos de otras eras con distintas prioridades, de agradecerles por todo lo que nos dieron, incluso la confusión que nos causaron, y abrazar un nuevo futuro en la numeración hispana.
Espero les convenza y les inspire a realmente comenzar a usar estos nuevos vocablos, si no por el avance de nuestra creciente civilización latinoamericana (cuyo futuro claramente depende exclusivamente de esta elección de dicción), por lo menos para evitar llegar dos horas antes (o después) a comer.
En ese instante recordé que no había sido la primera vez en la que me había sido imposible diferenciar entre los dos numerales (dos vs. doce) y a la vez caí en la sospecha de que no era al único que le pasaba. Seguro era un problema generalizado, por lo menos en Hispanoamérica. En el castellano que se emplea en América Latina los dos vocablos en conversación casual suenan casi idénticos: "dos" se pronuncia [dos] y "doce" ['dose]. La "E" al final de "doce" que debería dejar claro a cuál de los dos números se refiere simplemente no es lo suficientemente fuerte, contundente para hacer bien su trabajo. Quizá si "doce" fuera "doza", "dozo" o "dozu" tendríamos mejor suerte. ¡Ay de nos!
En el Viejo Continente, la mayoría de los hispanohablantes no tiene el mismo problema, ya que en la pronunciación ibérica generalizada del castellano se diferencian claramente los fonemas que producen la letra "S" y la letra "C" en su calidad 'suave' al preceder la "I" o la "E", como en el caso de "doce", de tal manera que "dos" se pronuncia igualmente [dos], mientras que "doce" se distingue claramente al pronunciarse ['doθe] (como diríamos, en este caso los españoles se pisan la lengua). Los fonemas [s] y [θ] son tan distintos que no cabe duda, después de pronunciar 12:00 ó 2:00, a cual de los dos horarios se refiere.
Personalmente, yo doy gracias a Dios todos los días por el hecho de que el español que aprendí y sigo aprendiendo no incluye el infame fonema lengüipisado [θ]. De hecho, si tuviera que escoger entre la confusión que se genera entre los dos horarios y cambiar mi pronunciación a la española de Castilla (¡tío!) invariablemente elegiría residir permanentemente en la confusión. Lo que sí me sorprende es que apesar de haber pasado más de quinientos años de haberse instalado nuestra hermosa lengua en tierras americanas, no hemos encontrado la voluntad, el deseo (o quizá la necesidad) de modificar nuestra pronunciación del número 12 para evitar la confusión. Y más impresionante aun es que este proceso no haya ocurrido de manera natural y orgánica, sin que nadie lo coordinara o forzara...como un simple proceso más de evolución lingüística.
Sin duda, en esos cinco siglos pudimos haber hecho muchas cosas para remediar la situación y aclarar definitivamente quién es el 2 y quién es el 12. Lo más obvio quizá habría sido cambiar nuestra pronunciación de la palabra "doce". Pero es muy posible que mis antepasados y los tuyos (si es que también eres latinoamericano) eran igual de renuentes que yo a cambiar deliberadamente cómo pronunciaban sus palabras. Más probable aun es que ellos, al igual que nosotros, no estuvieran siquiera conscientes de cómo es que pronunciaban sus propias palabras. Un hecho curioso de la lingüística humana es que nosotros rara vez nos damos cuenta de cómo es que nosotros mismos pronunciamos las palabras que expresamos. Casi todas nuestras vidas nos rodeamos de personas que hablan como nosotros -de hecho, por eso hablamos como hablamos- y esa homogeneidad lingüística, que nos depriva de la inmensa variedad de idiomas, dialectos, sonidos y fonemas que constituyen todas las formas de expresión verbal humana, nos aturde y nos deja sordos ante los propios sonidos que salen de nuestros labios. Cuando por fin llega (si es que llega) el momento en que nos damos cuenta de cómo suenan los sonidos que hacemos cuando hablamos es casi invariablemente cuando nos topamos con personas que hablan nuestro mismo idioma pero lo pronuncian diferente. Ese contraste al que nos enfrentamos al observar nuestras familiares palabras detalladas y sazonadas con distintos colores y sabores a los nuestros nos permite, por fin, descubrir y definir cómo nosotros mismos hablamos lo que hablamos. Y claro está que si no estamos conscientes de nuestra pronunciación es poco probable que logremos cambiarla o siquiera lleguemos a hacer el intento. Incluso cuando llegamos a estar conscientes de nuestra pronunciación (siempre en contraste a aquélla de los otros) a menudo nuestro instinto de preservación conspira con nuestro ego para asegurar la conservación de lo nuestro, sobre todo si pensamos que lo nuestro es superior. Por ello quizá sea raro ver que un venezolano costeño de la noche a la mañana deje de hablar como venezolano y comience a pronunciar minuciosamente todas las eses al final de las palabras plurales como haría un mexicano o un colombiano de montaña ("las costas": [las 'kostas], en vez de [lah 'kohtah], por ejemplo). O, raro también sería que un peruano o boliviano de un día para otro comenzara a pronunciar "gallo" como un mexicano norteño (['gajo]) o como un tico (['gaʝo]), en vez de ['gaλo], como buen héroe andino lleísta. Evidentemente la pronunciación de los fonemas en los idiomas sí cambia eventualmente, si no no hablarían distintos los españoles de los chilenos o de los ecuatorianos, pero este proceso tiende a ser paulatino e inconsciente.
No es de sorprenderse pues, que si bien la fonología de nuestra lengua invariablemente debe ceder y cambiar hasta que nuestro idioma se torne ininteligible a las generaciones que nos sucederán miles de años en el futuro, nosotros no fuimos capaces de cambiar nuestra pronunciación a propósito a fin de resolver el dilema del 2 y del 12. De nuevo, lo impresionante resta en que no haya sucedido el cambio por sí solo y sin que nos hayamos dado cuenta de ello...Mi sospecha es que si hubiera habido una necesidad crítica de diferenciar entre el 2 y el 12 en las sociedades que en quinientos años nos precedieron en América Latina, eventualmente o habría cambiado la pronunciación de uno de los dos números o algún otro mecanismo habría surgido para aclarar la confusión: podríamos haber modificado las palabras "dos" y "doce"; haber adoptado otra palabra existente (propia o prestada) para asumir el rol del 2 ó el 12; haber sustituido otras palabras para ello, en su defecto; o, incluso, podríamos haber inventado una palabra totalmente nueva. Pero nada de ello ocurrió...Nadie comenzó a decirle "dosu" al "dos" ni "dotsi" al "doce"; nadie las sustituyó por "two" o "twelve"; nadie comenzó a decir "madre" en vez de "dos" o "niño" en vez de doce; y nadie se inventó y luego generalizó la palabra "diecidós".
A primera vista, ninguno de estos procesos parece ser viables o natural, pero cuando analizamos el idioma que utilizamos hoy en día, nos damos cuenta de que esas modificaciones, adopciones, sustituciones e invenciones son muy comunes en nuestra habla. Hoy en día, en América Latina, a pesar de contar con la fabulosa e infalible Real Academia Española y sus hijas que nos vigilan desde nuestros propios países, usamos miles de palabras que no son propias, originales o nuestras, algunas modificadas, unas adoptadas y otras inventadas. Por ejemplo, en vez de decir "por favor", "computador" o "refrigerador", a menudo decimos en la lengua hablada "porfa", "compu" y "refri"; en vez de despedirnos diciéndonos "adiós" o "hasta luego", muchas veces decimos "bye" y otros "ciao". Asimismo, todos los días usamos "Kleenex" para limpiarnos la nariz sin pensar en lo extraño que es esa palabra en cualquier idioma, expresamos lo "chido", "chévere", "chulo" o "chiva" que algo es, pedimos que nos den un "chance", frenamos las "brecas" de nuestro carro y exigimos "accountability" de nuestros gobiernos. Todos los días jugamos "básquetbol" en vez de "baloncesto", comemos "sandwiches" o "sánduches" o "choripán" en vez de "emparedados" y, mientras algunos visitámos las ciénagas al lado del mar, otros nos acordamos de las "ciénegas" frente el río. Así, a través del tiempo y apesar de la resistencia de la Real Academia, la manera en que nos comunicamos, las palabras que usamos y las frases que dan vida a nuestros pensamientos evolucionan mediante modificaciones, adopciones, invenciones y muchos otros procesos, siempre éstos impulsados por las necesidades cambiantes de nuestro entorno y casi siempre de manera paulatina e inconsciente.
A primera vista, ninguno de estos procesos parece ser viables o natural, pero cuando analizamos el idioma que utilizamos hoy en día, nos damos cuenta de que esas modificaciones, adopciones, sustituciones e invenciones son muy comunes en nuestra habla. Hoy en día, en América Latina, a pesar de contar con la fabulosa e infalible Real Academia Española y sus hijas que nos vigilan desde nuestros propios países, usamos miles de palabras que no son propias, originales o nuestras, algunas modificadas, unas adoptadas y otras inventadas. Por ejemplo, en vez de decir "por favor", "computador" o "refrigerador", a menudo decimos en la lengua hablada "porfa", "compu" y "refri"; en vez de despedirnos diciéndonos "adiós" o "hasta luego", muchas veces decimos "bye" y otros "ciao". Asimismo, todos los días usamos "Kleenex" para limpiarnos la nariz sin pensar en lo extraño que es esa palabra en cualquier idioma, expresamos lo "chido", "chévere", "chulo" o "chiva" que algo es, pedimos que nos den un "chance", frenamos las "brecas" de nuestro carro y exigimos "accountability" de nuestros gobiernos. Todos los días jugamos "básquetbol" en vez de "baloncesto", comemos "sandwiches" o "sánduches" o "choripán" en vez de "emparedados" y, mientras algunos visitámos las ciénagas al lado del mar, otros nos acordamos de las "ciénegas" frente el río. Así, a través del tiempo y apesar de la resistencia de la Real Academia, la manera en que nos comunicamos, las palabras que usamos y las frases que dan vida a nuestros pensamientos evolucionan mediante modificaciones, adopciones, invenciones y muchos otros procesos, siempre éstos impulsados por las necesidades cambiantes de nuestro entorno y casi siempre de manera paulatina e inconsciente.
Y mientras nuestra lengua sigue cambiando inexorablemente cada día, después de medio milenio, el 2 y el 12 nos siguen confundiendo. Sus nombres nunca cambiaron, ni la manera en que nos referimos a los conceptos numéricos que representan fue modificada, porque quizá nunca surgió una cultura tan adscrita al tiempo y a sus horarios en nuestra civilización latinoamericana que se llegara a convertir en necesidad crítica el desenredar los dos numerales, íntimamente relacionados, de la maraña en que terminaron enredándose en el Nuevo Mundo. Otros cambios sí acontecieron: por ejemplo, mientras que en España "cocer" y "coser" suenan perfectamente distintos, en América Latina son homófonos perfectos. Pero dado que el acto de cocer (y posiblemente también coser) representaba una actividad crítica en la sociedad latinoamericana (al igual que en cualquier otra civilización humana), en América Latina se comenzó a emplear la palabra "cocinar" con mayor frecuencia que cocer, ya que ésta primera no se confunde con coser. De nuevo, la imperativa de comer exigió que se distinguiera entre "cocer" y "coser" y este proceso se llevó a cabo sin que nadie, más que los lingüistas modernos, se percataran.
Hoy en día, si bien nadie va a morir por haber confundido las 12:00 con las 2:00 (aunque no deberíamos descartar la posibilidad...), sí existen muchas ocasiones que nos exigen llegar a algún lugar, participar en algo, evidenciar algo o hacer algo a las 12:00 y no a las 2:00, o vice versa. En la sociedad Latinoamericana moderna sí es clave poder distinguir entre 12:00 y 2:00. Claro está que siempre tenemos la opción de hacer una serie de preguntas para aclarar si se trata de mediodía (o medianoche) o de dos horas después, ¿pero acaso hay alguien a quien no le moleste tener que someterse a la ardua tarea de extraer de la otra persona, igualmente ansiosa de terminar la conversación, la verdadera esencia del horario en que se agendó tal cosa u otra? A mí, personalmente, sí me mortifica. Por ello, considero que de carácter urgente debemos abordar el tema y de una vez por todas debemos establecer un sistema que claramente distinga entre el 2 y el 12 para que nunca jamás en nuestro continente se confunda nadie más respecto a estos dos importantes numerales.
Ya hemos visto que el cambio de pronunciación es algo poco viable, sobre todo cuando se trata de un proceso deliberado. Por ello descarto la posibilidad de cambiar la pronunciación de "dos" o "doce". Por otro lado, aunque podríamos adoptar vocablos de otras lenguas para sustituir al menos uno de esos dos números, ¿quién podrá decirme que podría vivir una vida plena y digna expresando frases como "nos vemos a las tuelf de la tarde"? ¡Más bien creo que nuestros antepasados se retorcerían en sus tumbas al ver lo bajo que han caído sus descendientes! Tampoco considero viable sustituir otra palabra de la lengua castellana por un número: si, por ejemplo, decidiéramos que vamos a usar la palabra "huracán" en vez de "doce", ustedes me dirán si sería conveniente este uso cuando en el Océano Atlántico se observen "huracán huracanes"...Naturalmente, la única opción que tenemos para resolver nuestro problema es mediante la invención de una palabra nueva, única y, de preferencia, que surja de nuestros propios vocablos, de la esencia de lo que somos y que nos sea intuitiva a todos los hispanoamericanos. Por ello, me atrevo a nominar a la palabra "diecidós" como el nuevo sustituto de la palabra "doce". Diecidós tiene todo lo que podríamos esperar del nombre de un número en castellano: es una palabra totalmente única, inconfundible, pronunciable, sus raíces vienen de los mismos números que componen el dígrafo numérico que representa y, de pilón (añadidura), el diecidós es un reflejo del patrón que exhiben los nombres de los números que van del 16 al 19. Por ello, de ahora en adelante jamás diré "doce" sino "diecidós" e invito a todos mis comparlantes (o conhablantes) a hacer lo mismo.
De igual manera, propongo que se establezca la palabra "diecitrés" en vez de "trece", que también se llega a confundir con su hermano menor, "tres", en conversación casual. Las palabras "once", "catorce" y "quince" son suficientemente distintas a los numerales que se obtienen al restarles diez unidades, por lo que no es urgente cambiarles de apellido. No obstante, también deberían ser nombres alternos aceptados para esos tres números el "dieciuno", el "diecicuatro" y el "diecicinco".
Y así, aunque nos duela en el alma tener que partir con números que han significado tanto en nuestras vidas, el momento llegó de decirles adiós a esos nombres anticuados que heredamos de otras eras con distintas prioridades, de agradecerles por todo lo que nos dieron, incluso la confusión que nos causaron, y abrazar un nuevo futuro en la numeración hispana.
Espero les convenza y les inspire a realmente comenzar a usar estos nuevos vocablos, si no por el avance de nuestra creciente civilización latinoamericana (cuyo futuro claramente depende exclusivamente de esta elección de dicción), por lo menos para evitar llegar dos horas antes (o después) a comer.